Esta frase le encantaba a mi padre
decirla…salía una pequeña sonrisa cuándo con un acento peculiar afrancesado le
decía a algún cliente y amigo “bon
apetit”.
Cuando vi el cartel en aquel restaurante
humilde de París me acordé de él y de esas situaciones tan familiares que viví
durante toda mi vida. El recuerdo de mi padre y la comida en ese pequeño
restaurante lleno de encanto de París, en dónde
Laura y yo nos dimos el lujo de comer. La sensación de hallazgo, de
haber encontrado un templo gastronómico por casualidad, no se nos quitó de
encima en toda la comida y sobremesa, no podía haber más mesas en ese local y
más gente comiendo apretada. Los platos
salían poco a poco y sin prisas comimos algún queso, un buen guiso y un postre
delicioso.
Y es que comer ya no es sólo una
necesidad, sino una experiencia. Todo lo que se vive en el pequeño recinto a la
hora de comer forma parte de la historia de los sentidos: la vista, el olfato,
el gusto,…la textura de la comida. Todo es importante y formará parte de
nuestros recuerdos siempre.
Algún día volveré a París y buscaré ese
restaurante fetiche en dónde nos sentimos parisinos , ciudadanos del mundo, y
sobre todo, afortunados por haber encontrado por casualidad un restaurante de
esos que no vienen en las guías para turistas, un pequeño tesoro en medio de un
humilde barrio parisino.
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